Estos últimos días y semanas me ha estado acosando la idea
de que los espacios y entornos en los que nos desenvolvemos han ido menguando a
lo largo de los años. Ello ha traído unas consecuencias inesperadas. Y estoy pensando en los lugares en los que jugaba
la generación anterior a la mía, la mía propia, y la de nuestros descendientes.
Ocurre que creo que ello ha repercutido de una manera importante en nuestro
gasto de energía y en la atención que le podemos prestar a diferentes asuntos.
Así, por ejemplo, muchas veces les he escuchado a mis
mayores que iban a jugar a cualquier sitio del pueblo y las afueras, sin
vigilancia alguna por parte de sus padres. En mi época infantil, la pandilla
bajaba al patio de la casa a jugar al futbol y al baloncesto, al pilla pilla y
a lo que fuera, y de vez en cuando, los más imprudentes íbamos a los edificios
aledaños (en un tiempo en el que extrañamente muchos hoteles se incendiaron) a
trastear en piscinas vacías o investigar interiores tiznados. Años después,
observo a los hijos de mis hermanos, vecinos, y amigos varios jugar en su
propio domicilio o en el exterior pero siempre bajo la atenta mirada de sus progenitores.
A mi modesto entender, sin ser psicólogo ni pedagogo, esta
transformación ha sucedido por un par de razones. Mucho tiene que ver el diseño
de nuestros pueblos y ciudades que favorece la proliferación de vehículos
motorizados (coches). También hay que señalar la enorme sensación de falta de
seguridad producida por estos vehículos y por personajes de diversa calaña que
ponen en guardia a los padres de los niños, favoreciendo una protección que
muchos calificaremos de excesiva. Pero reconozco que lo anteriormente dicho se
pronuncia por alguien que lo ve todo desde fuera.
Antes de proseguir quiero puntualizar que me referiré a
chicos en edades anteriores a la pubertad, una preadolescencia en la que se
suma el consumismo imperante con un afán de compra casi compulsiva desconocida
hasta ahora. Pero ese es otro cantar que poco tiene que ver con el que estoy
tratando en estas líneas.
Hecho este inciso, debe quedar claro que es mi sospecha que
el déficit de atención y la hiperactividad infantil en edades tempranas son en
parte producto de esta sobreprotección paternal. Las consecuencias en el entorno familiar, en la escuela y en
la sociedad en general son patentes. Sin duda, otros factores influyen en
trastornos y supuestos trastornos de nuestros niños, como pueden ser la
alimentación, la contaminación ambiental, la falta de conciliación familiar y
laboral que lleva a un tardío nacimiento de bebés, y más.
Volviendo al asunto que llevamos entre manos, en muchas
ocasiones diagnosticar y poner una “etiqueta” a estos niños por parte de sus
padres y de la comunidad educativa les da una seguridad aparente justificando
un trato diferenciado hacia ellos y determinando tratamientos
pseudo-terapéuticos con el único propósito de pretender favorecer el mejor
interés del niño.
Como acabo de indicar, etiquetar es cómodo, sencillo y una
tendencia irrefrenable por parte de los mayores. Sin embargo, estos actos de
etiquetado pueden acarrear consecuencias estigmatizantes de un calibre
desconocido, o más bien conocido para quienes consideramos que convivir con un
estigma resulta complicado y dañino.
Lo que nunca hay que hacer es rebajar las expectativas
depositadas en nuestros jóvenes por
causa del etiquetado, y no hay que cargar excesivamente de trabajo al niño, sin
olvidar que la tarea principal de un menor es, precisamente y hasta la
extenuación, el juego. Lo raro sería encontrar un niño que no se hartara de
hacer gamberradas o trastadas ni de ser un travieso.