Tweet El Cea: marzo 2017

jueves, 2 de marzo de 2017

Chinchetas y asistencia personal

Este cuento chino comienza cuando llaman del hospital para comunicarme que esa tarde tengo que hacerme unas pruebas que había solicitado tiempo atrás. Lo lógico y normal, como soy un quejica al que nada le gusta, hubiera sido dar un par de voces y lamentarme por la llamada, pero en vez de eso acudí al hospital para cerciorarme de que mi cabeza sigue funcionando como lo hace habitualmente.
La revisión médica tuvo lugar en el centro Carlos Haya, ahora llamado Hospital Regional Universitario de Málaga – Hospital General. Y antes de nada debo decir que el trato fue muy amable por parte de sus trabajadores. El desnivel que existe a la entrada de dicho centro hospitalario da un poco de miedo por ser bastante grande, pero sus constructores lo han resuelto situando unas cuestas para acceder al hospital tanto en vehículo motorizado (normalmente ambulancia) como a pie.
Pero lo que viene al caso es que no tengo la costumbre de salir de casa con la cinta métrica y el porta ángulos, por tanto no sé si la cuesta de acceso se ajusta a la legislación vigente. Podría decir que de ninguna manera, pero como no lo sé con seguridad, sólo puedo afirmar que la cuesta daba un poco de miedo porque yo iba a rueda, pero no en vehículo motorizado, sino en mi silla de ruedas. Ello provocó unas pequeñas gotas de sudor en mi asistente personal, que empujaba mi silla. Mis padres tienen ya cierta edad y carecen de la fuerza necesaria para subir y bajar semejantes rampas.
Con todo, a pesar del temor que despertaba en mi persona logramos entrar en el lugar (mis padres, mi asistente personal y yo). Una vez vencido ese pequeño obstáculo, llegó el siguiente, que le puede ocurrir a cualquiera: consiste en que este lugar es bastante laberíntico, las señales brillan por su ausencia, y nos perdimos un par de veces antes de llegar al destino deseado y nunca prescrito por escrito, sino por teléfono. Mi suerte es que mi madre tiene la virtud de orientarse bastante bien en estos sitios, porque yo lo última vez que visité el todavía “Carlos Haya” (cosas de ser un capitán de las fuerzas aéreas españolas en el bando franquista durante la guerra civil, que le quitan tu nombre al hospital principal de una ciudad, aunque sinceramente, yo no sé en qué consistió la contribución de este hombre a la medicina de nuestra ciudad, pero todo esto es irse un poco por los Cerros de Úbeda) estaba inconsciente debido a un derrame cerebral que derivó en otros hospitales y asuntos.
Esto de las cuestas y rampas de acceso a los diferentes bienes públicos, o privados, para el caso es lo mismo, viene a ser de lo que todo el mundo se da cuenta pero poca gente remedia. Debe ocurrir por vivir en una ciudad privilegiada, en un país desarrollado con una sanidad envidiable, un potencial de crecimiento increíble, donde las flores abundan y siempre sopla una cálida brisa.
De lo que la mayoría no se percata, o no nos percatamos, es del verdadero problema o barrera que a las personas que circulamos en silla de ruedas o a las que no ven con exquisita precisión nos acarrea la existente señalización que hay en los pasillos de los lugares públicos, a pesar de no ser estrictamente ciegos. La cuestión radica en la altura y cantidad de información de los carteles que la distribuyen.
Sin entrar mucho en grandes detalles, desde mi altura de aproximadamente un metro y treinta centímetros y colocado a una distancia de un metro, digamos, de la pared, me resulta muy difícil, si no imposible, leer un cartel situado a aproximadamente un metro y setenta centímetros de altura. Supongo que la solución sería colgar dichas señales a una altura a la que todos pudiéramos acceder sin dejarnos los ojos ni la espalda en el intento, aunque ignoro si alguna ley recoge este extremo. El coste económico de una acción parecida sería tanto como utilizar la misma chincheta unos centímetros más abajo de lo habitual. Además, no creo que haya que estudiar ingeniería o similar para realizar este cambio.
Respecto a la cantidad de información contenida en cada señal, entiendo que la solución posible resulta mucho más cara, y no sé si tal ajuste será razonable o excesivo. Mi propuesta sería aumentar el tamaño de la letra en cuestión lo que supondría usar tres folios en lugar de uno. Repito: ignoro si las arcas públicas podrán soportar este enorme gasto que exclusivamente a mí beneficiaría.
Es lo que tiene tener caprichos como pretender ejercer libremente mi derecho a la opinión debidamente informado. Sucede que antes de toda esta historieta, encima se me ocurrió levantarme de la cama, asearme un poco, almorzar e ir al aseo. Para todo ello hizo falta el concurso de mi asistente personal. Sin embargo repito que todas estas cosas son consideradas caprichos míos, o de otra gente, que luego se me enfada el personal. En cualquier caso, resulta de lo más raro esta confusión que existe entre el cumplimiento de mis caprichos con el de mis derechos humanos, como pueda ser el de la vida independiente.