No niego que hable desde la perspectiva de alguien con movilidad reducida que se mueve en silla de ruedas y que encuentra obstáculos de diferente calibre para realizar tareas aparentemente sencillas.
Se encuentran piedras en el camino desde el instante de levantarse y asearse, hasta el momento de meterse en la cama. Las más difíciles de sortear son, en mi opinión, las barreras psicológicas que impiden la integración en la educación, el acceso normal al mundo laboral, la generación de relaciones humanas, y la visibilidad y presencia en cualquier ámbito de la vida. Soy consciente, aunque no me gusta, de la dificultad de reeducar a quienes piensan que no merecemos mezclarnos con el resto de la ciudadanía. Pero cuando la integración se logra, nadie se arrepiente.
Más sencillas de solventar son las barreras físicas que obstaculizan los movimientos en el propio domicilio y fuera de él. Ahí no hay que convencer a nadie. Sólo es cuestión de poner dinero sobre la mesa y de construir según los criterios de accesibiilidad universal (el sentido común suele acertar). Una barrera arquitectónica como un escalón donde debería haber un rebaje puede chafarnos un simple paseo.
Alguien pensará: “ya está refunfuñando el gruñón de turno”, y al comienzo decía que hablaba desde un punto de vista particular. Sin embargo, lo cierto es que las barreras psicológicas y las físicas no afectan sólo a personas como yo. Por centrarme en lo fácil, en ese escalón, las barreras arquitectónicas limitan también a otras personas. Dificultan el transitar a ancianos, ¿qué decir de las mujeres embarazadas? Para no hablar de quien lleva el cochecito del bebé.
Por las mañanas pasa un señor mayor con su carro de la compra vacío. Camina hacia el mercado. A veces pienso en su regreso a casa con el carro lleno, y se dibuja una mueca de disgusto en mi rostro.
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