El artículo 27
de la Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad, relativo
al trabajo y al empleo es bastante extenso. Sobre el papel, por tanto, las
personas normalmente discriminadas por nuestro funcionamiento estamos
totalmente protegidas y seguras en todos los procesos tanto de selección
como de permanencia en el puesto de trabajo incluyendo los ajustes razonables
necesarios para poder desempeñar nuestra tarea dignamente. Sin embargo, pecaríamos
de una ingenuidad pasmosa si pensáramos
que del dicho al hecho no va un grandísimo trecho. Muchas personas han indicado
con anterioridad a mí la desigualdad de oportunidades existente en este sector
tan decisivo, pero no por eso yo voy a dejar de airear tal circunstancia; creo
que es mi obligación y mi responsabilidad, y espero no equivocarme demasiado en
la tarea que yo mismo me he impuesto.
El éxito
de las políticas tradicionales de empleo
protegido no ha sido precisamente arrollador.
Esas políticas tradicionales nos han llevado a tasas muy bajas de empleo
haciendo poco caso de las recomendaciones y mandatos establecidos por la
mencionada Convención. Nuestras actuaciones se basan fundamentalmente en la
construcción masiva de centros especiales de empleo, con lo que habría que
preguntarse sobre la importancia y la utilidad de las tradiciones en general.
Y es que
tenemos una idea muy rara sobre las tradiciones y costumbres que practicamos
por el mero hecho de ser ancestrales. Nunca pensamos en que algunas son nocivas
para nosotros y producen estancamiento en nuestra situación. Saliéndome del
camino establecido, este es el caso de los matrimonios forzados infantiles
de la India en los que niñas de 7 o 9 años son forzadas por sus padres a contraer
matrimonio y mantener relaciones sexuales con adultos amparándose en
tradiciones religiosas “antiquísimas”. Se cometen, en consecuencia, agresiones aberrantes y actos muy violentos sobre niñas que
corren peligro claro de muerte. No me puedo imaginar que se realicen bajo la
justificación de una vieja y ancestral costumbre religiosa.
Salvando las
distancias aquí hemos llevado a cabo similares acciones de cierta repercusión. Al
contrario de lo marcado por el Tratado internacional, en España siempre hemos optado
por ir a lo cómodo, fácil y lucrativo incluso sin tener en cuenta los derechos legítimos
de los trabajadores. Medidas como el fomento del autoempleo, la formación y
habilitación, la accesibilidad, los ajustes razonables y, en general, aquellas
destinadas al trabajo en ámbitos abiertos y regulares no se han efectuado con
la suficiente energía, impidiéndonos
llevar a cabo trabajos decentes con perspectivas de mejora al tiempo que
algunos pocos se han enriquecido a nuestra costa.
Entre otras
muchas cosas, brillan por su ausencia los centros regulares y ordinarios de
trabajo con presencia relevante de personas discriminadas por nuestro
funcionamiento.
Resulta
inimaginable considerar seriamente la existencia generalizada de centros especiales
de empleo para personas mayores de 55 años, para mujeres o para personas
inmigrantes sin perspectiva alguna de inclusión en el mercado laboral
corriente. La independencia de sus vidas quedaría en entredicho y no les faltaría
razón a quienes criticaran este modo de contratación.
Sin duda y con
razón el escándalo estaría servido. La mera existencia de tales lugares generaría
una insoportable sensación de estupor. Los testigos y todos los demás nos echaríamos
a las calles para protestar por esas indeseables situaciones. Si no mostrásemos
en masa nuestro enfado, al menos gesticularíamos con vehemencia en la
privacidad de la barra del bar de nuestro barrio. Salvo excepciones que sólo
sirven para confirmar la regla, estos sitios no cumplen los mínimos requisitos
exigibles para trabajar. La justificación no puede ser que un empleo es un empleo.
En este siglo y para otros colectivos esa excusa no sirve. Tampoco nosotros la
debemos aceptar.
Lo anteriormente
tratado me lleva a pensar en la función de los sindicatos. Y me pregunto si por
omisión o por acción estarán fallando o si hemos llegado a un destino
ineludible. Yo quiero pensar que aún no hemos llegado a puerto, y me interrogo por
la utilidad de su existencia tanto si no pueden actuar en casos como estos como
si no quieren hacerlo. Cualquier respuesta que encuentro no es muy favorable a
su labor. Finalmente recuerdo alguna escena de “Solo
ante el peligro” y tiemblo.