“Dime la verdad, sé todo lo sincera que puedas”, le digo a la estudiante de Prácticas que en unos meses será profesora. “Dime de uno a diez, cuánto de lo que te ha enseñado la universidad te sirve para trabajar”. “¿De verdad?” Pregunta entre el temor a molestarme. “Como mucho un tres. Porque “el niño” no es un ente o una cosa, y eso es lo que enseñan”. No, los niños no son máquinas que vienen a la escuela a hacer fichas como autómatas. La vida no es sólo una cadena de montaje en la que se evalúa la cantidad que produces sin importar el proceso ni la calidad de lo producido. “¿Qué has hecho en el colegio?”, le digo a mi primo de cuatro años, “pues fichas, prima”, me responde sin dejar de ser consciente de que no puede hacer otra cosa, con su edad sólo se pueden hacer fichas ¿qué si no? Se me parte el alma como futura maestra, me desintegro como alumna, desaparezco como ciudadana. Y luego queremos que sean creativos y libres, que piensen por sí mismos, que constituyan una ciudadanía participativa y activa. ¿Queremos? No, lo que serán y seremos es aquello para lo que estamos siendo formados.
Después de un año como este, he podido experimentar y observar como alumna de magisterio y futura docente la escuela en múltiples aspectos, entonces al comparar “teoría y la práctica”, un sentimiento de contradicción, decepción y añoranza deja ver la puesta en escena. La docencia universitaria no sirve, hoy por hoy, para formar maestras y maestros que permitan forjar una ciudadanía de libre pensamiento. Con lo que ocurre en las aulas universitarias reforzamos el modelo reproductivo con tendencia al infinito y en espiral hacia adentro. Ni siquiera estamos formando bien a quienes parecen pensar por sí mismos, como lo explica Andrés Rábago “El Roto”, nos preparan para ser águilas y luego nos dan trabajo de buitres. Si necesitamos maestras y maestros que hagan pensar ¿por qué no nos enseñan a tomar decisiones?, si sabemos que vamos a trabajar en equipos interdisciplinares ¿por qué no nos ayudan a ser tolerantes?, si vamos a tener que adaptarnos a cualquier circunstancia ¿por qué no desarrollamos la capacidad de ser flexibles? ¿O es que no les interesa que pensemos por nosotros mismos?
Tal y como intenté exprimir todo aquello que dijo Tonucci en clase, aquel sabio, los niños y niñas de cuatro y cinco años piden “profes” que no griten, que no peguen, que no se enfaden tanto, que nos traten como personas, aunque midamos sólo un metro, que nos dejen hablar y nos escuchen, que nos abracen y nos besen… Queremos ser queridos y respetados. Piden lo que no les damos, ni con cuatro ni con veinte. No nos forman para ser parte de la ciudadanía y deberían hacerlo, nada de que eso se aprende en casa, no es verdad, o sí lo es para algunas familias, pero… Dejamos que esas habilidades “sólo” se trabajen con las madres y los padres; y así, la escuela termina reforzando las diferencias sociales en lugar de paliarlas. No puede ser que el sistema educativo no sirva para llegar a ser mejores personas, si no sirve para eso… ¿se puede saber para qué van a la escuela? ¿Alguien me puede explicar a qué venimos a la universidad?
Todavía no encuentro respuesta que me lleve a otros caminos que no sean intereses relacionados con la política y la economía, pero sí me gustaría compartir con vosotros una pequeña anécdota. Cuando William Lory recibía a los alumnos de la prestigiosa escuela de Eton, en el Reino Unido, les decía eso tan acertado:
“Venís a una gran escuela no para adquirir conocimientos, sino para adquirir artes y hábitos: el hábito de la atención, el arte de la expresión, el arte de daros cuenta en un simple momento de una nueva idea, el hábito de someteros a censura y refutación, el arte de indicar asentimiento y desacuerdo de manera graduada y medida, el hábito de fijaros en los detalles con exactitud, el hábito de saber hacer las cosas a su tiempo, el gusto y la discriminación, el valor mental y la sobriedad. Sobre todo, venís a una gran escuela para conseguir el conocimiento de vosotros mismos”.
lunes, 4 de julio de 2011
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